viernes, 22 de abril de 2016

ADOLFO SUAREZ

En el segundo aniversario de la muerte del principal artífice de la transición es bueno reivindicar la memoria de un hombre que, parafraseando a Holderlin, se vio obligado a “aferrar el relámpago con las manos desnudas”.
 
 
Artículo de Alfonso Guerra.
 
Se cumplen dos años de la muerte de Adolfo Suárez, buen momento para recordarle, ahora que el adanismo campea por la política en España.
 
Decía Ortega y Gasset en su ensayo Mirabeau o el político, que “se viene al mundo para hacer política o para hacer definiciones”. Contraponía de esta forma las dos maneras de interpretar la realidad, que responde a dos actitudes diferentes ante el mundo. Suárez siempre lo ha tenido claro, quería hacer política, y vaya si la hizo. Ha marcado una línea, una raya de separación en la historia de su país, de nuestro país, de España.
 
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Adolfo Suárez es un paradigma de autorredención. Quiero que se me entienda bien, su ser interno no cambió, su virtud vivía en su alma desde el inicio, pero su proyección en la colectividad organizada, en la vida social y política, atravesó un mar de dificultades hasta encontrar el escenario donde desarrollar la aspiración política noble y con fuerza de cohesión.
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Numerario de un régimen oprobioso, aquel joven desclasado nunca perteneció a ninguna de las familias que se repartían el poder. Laborioso y con encanto de seductor fue ascendiendo en el edificio que quería derribar. Alcanzó la cima de la representación ideológica del régimen, y justo ocupando el pináculo del infausto Movimiento, dirigió su vida toda al desmontaje de la vieja e injusta estructura.
 
En el interior de aquella farsa de organización política, entendió como nadie la necesidad, la conveniencia y la superación histórica de un sistema democrático para España. La respuesta fue que nadie le comprendiera.
 
Que los foráneos se equivocaran al desconfiar de las intenciones benefactoras del secretario general del Movimiento, se puede entender. Que los que compartían con él generación y responsabilidad no le entendieran –“¡qué error, qué inmenso error!”– evidencia las limitaciones intelectuales y morales de aquellos equipos. De pasada quiero recordar que aquel que le recibiera, más bien que le rechazara, con su “¡qué error!”, sería poco después elegido para ser ministro de España por el propio Adolfo. A anotar para reconocer su espíritu desprendido, sin asomo de vindicación
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No encuentro mejor forma de reconocimiento de Suárez que la reivindicación de la transición política a la democracia. Se puede describir el proceso de la Transición como una combinación de presión desde abajo y liberación desde arriba. No es posible comprender el bienhadado desenlace de la Transición sin considerar el impulso principal del conjunto de la sociedad, de los trabajadores, los estudiantes, los comprometidos clandestinamente con la libertad, de la mayoría de los ciudadanos, como muestra la alta conflictividad laboral de la época y la intensa movilización social. Tampoco se puede aceptar una interpretación que ignore el relevante papel de algunas personalidades; Adolfo Suárez, Felipe González, Santiago Carrillo, el cardenal Tarancón, Fernando Abril Martorell y, con una carga simbólica excepcional, el rey Juan Carlos.
 
Pero sería imposible no subrayar el especial impulso de Suárez en una operación sin precedente histórico en el que los dirigentes conservadores son convocados por Suárez, no como tantas veces había ocurrido en España para ahogar un proceso de libertad, sino para contribuir a la recuperación de la democracia. Efectivamente, sin un precedente en nuestra historia, conservadores y progresistas renuncian a la exigencia absoluta de sus proyectos, ceden parte de sus propuestas para abundar en el interés común de todos. Este espíritu de acuerdo culmina con la elaboración de la Constitución en 1978, que se apoya sobre el pilar del consenso. La Transición fue un tiempo de incertidumbre, un periodo difícil, no fue la evolución natural de la historia, tiempo de avances y retrocesos, con crisis económica constante, con víctimas de la violencia política, con riesgos y acechanzas; pero fue también un tiempo de libertad y, sobre todo, un tiempo de consenso. Nadie podía quedar totalmente satisfecho en sus reivindicaciones pero nadie quedaba fuera del juego democrático, pues las reglas de convivencia garantizaban a todos la libertad, la igualdad y el respeto a las posiciones diferentes.
 
Reinstaurar una democracia sin exigencias penales ni políticas del pasado dejaba pendiente el análisis, el proceso político de la dictadura, de alguna manera limitaba la libertad de recordar todo lo que había representado la larga noche de la dictadura para los vencidos. Era el sacrificio de la voluntad para garantizar la vida democrática normalizada de los nietos de la generación que alcanzaba el acuerdo. El objetivo se centraba en que los nietos no sufran nunca más la tragedia que sepultó a los españoles en una tumba de violencia y venganza. Se conocía bien quiénes originaron la tragedia y cuánta violencia produjo, pero se trataba de mirar al futuro en paz, aunque sin olvidar el pasado.
 
Al paso de los años, algunas voces se alzaron en posiciones críticas con la Transición. Están en su derecho pero, a mi parecer, son erradas. Se presume por algunos que en aquel trance no se llegó todo lo lejos que se debiera, mientras algún sector opina que se anduvo demasiado camino. Ante tales críticas es frecuente argumentar por los unos y por los otros que la relación de fuerzas en el momento no permitía acrecentar o aminorar los cambios producidos, es decir, que si hubiesen podido habrían llegado más lejos o más cerca en la transformación de un sistema autoritario en otro democrático. No me parece acertado el razonamiento. A mi modesto entender, se hizo lo que convenía a España y a los españoles. Un tramo más que satisficiera a los progresistas, uno menos que diera cumplimiento a los deseos de los conservadores hubiera supuesto que uno u otro sector de la población no habría aceptado el pacto constitucional, reproduciendo la división de las Españas, glosada por los poetas. A mi parecer se encontró el punto medio que ha favorecido una larga etapa de libertad y prosperidad en España, desconocida en nuestra historia.
 
En gran medida se debió a la clara voluntad de cambiar la historia de un hombre, Adolfo Suárez, del que hoy queremos reconocer su valía y merecimientos.
 
Habrán oído ustedes historias de animadversión entre Adolfo y yo mismo. No hagan caso. No cuentan la verdad. He tenido la fortuna de mantener una intensa relación personal con él. Durante su mandato y especialmente tras su salida del poder, lo que ha meritado el privilegio de poder visitarlo aún en la enfermedad, lo que agradezco a su hijo.
 
Hay un momento que recuerdo con fuerza emocional; sus palabras las tengo anotadas desde la noche en que las pronunció. Habían transcurrido once meses desde que recibiera una llamada de Adolfo, en enero de 1981, anunciándome que iba a dimitir de la presidencia del Gobierno. Estábamos pues en diciembre de 1981, en una grata conversación de sobremesa cuando le dije: “Adolfo, el día que me anunciaste la dimisión estuviste hermético, hoy, pasado casi un año podrías decirme cuál fue el impulso que te llevó a aquella decisión. Se estiró, quedó unos segundos pensativo, y con voz profunda pero suave dijo: “Al final estaba solo: el partido dividido, un Gobierno inoperante, los poderes fácticos en contra y los canales de diálogo con la oposición cortados. No había otra decisión”.
 
Estaba contemplando la soledad del corredor de fondo, desclasado del grupo y conductor del mismo, venerado y abandonado, líder y nada. Fue el momento en que comprendí que la amistad no es otra cosa que una negociación siempre inconclusa de dos soledades. Le sentí más amigo que nunca. Asomó una sonrisa en sus labios y dijo: “En lo personal, tengo totalmente superada la erótica del poder, estoy dispuesto a aportar lo poco o mucho que de activo político me quede para hacer posible vuestra gobernación del país, como vosotros me habéis ayudado a mí”. Mi reflexión fue: no ha dejado ni un día de pensar en España.
 
Una vez más comprobamos el compromiso con la libertad de un hombre al que hoy quiero afectuosamente recordar.
 
Como dijo el poeta Hölderlin, “algunos hombres se ven obligados a aferrar el relámpago con las manos desnudas”. Así fue Adolfo Suárez. 
 

En el Cementerio de Torrero
Zaragoza
 
 
 
ALFONSO GUERRA.   
Revista Tiempo 1.743

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